Einstein, el escritor de viajes

A fines de 1922, el famoso físico alemán emprendió un viaje en barco con rumbo al Lejano Oriente. Durante su travesía redactó una vívida bitácora que acaba de ser publicada y que muestra al científico como un turista más que se enamoró particularmente de Japón. “Era un escritor muy colorido. Su estilo de narración en el diario es totalmente distinto al de sus documentos científicos”, explica quien escribió el prólogo.

Un crucero de la empresa Nippon Yusen cruza lentamente el mar japonés  de Seto, famoso por lugares como el santuario Itsukushima y su portal flotante, y se dirige al puerto de Kobe. La fecha es 17 de noviembre de 1922 y entre la multitud de hombres, mujeres, ancianos y jóvenes nipones que vuelven a su país también viaja un pasajero inusual, uno que proviene de la lejana Europa y que es considerado uno de los científicos más famosos del mundo: el físico alemán Albert Einstein. Es el inicio de la primera y única visita que haría a tierras japonesas, por lo que el científico está ansioso por iniciar un recorrido tan enigmático como el universo que intentaba explicar mediante ecuaciones y fórmulas.

“Todas las cosas que sabía de Japón eran incapaces de darme una imagen clara. Mi curiosidad estaba dominada por el suspenso cuando, a bordo del Kitanu Maru, pasé por los estrechos japoneses y vi los incontables y delicados islotes de tonalidades verdes que brillaban bajo el sol matutino. Pero lo que más resplandecía eran los rostros de los pasajeros japoneses y de toda la tripulación. Muchas mujeres pequeñas y delicadas, que rara vez se veían antes del desayuno, se movían alegremente en la cubierta a las seis de la mañana, sin prestarle atención al gélido viento, con tal de ver el primer atisbo de su tierra”, escribió Einstein en un elegante cuaderno de 182 páginas que llevaba con él a todas partes.

Ese era el diario de viaje que el científico comenzó a escribir el 8 de octubre de ese año, cuando él y su esposa, Elsa, se embarcaron en el puerto francés de Marsella e iniciaron una travesía que los llevó a Egipto, Ceylán, Singapur, Hong Kong, China y finalmente, Japón.  Ese país, regido en ese entonces por el emperador Taishō, y el cariño que generaba entre sus habitantes cautivaron a Einstein desde el primer momento que avistó las costas niponas, tal como se nota en las demás impresiones de esa mañana de noviembre en el Kitanu Maru: “Me conmovió ver cómo todos estaban dominados por una profunda emoción.  Un japonés ama a su país por sobre todo lo demás; y a pesar de su curiosidad por todo lo que es extranjero, al estar lejos de su casa se siente más forastero que cualquier otra persona. ¿Cómo se puede explicar esto?”.

Las notas que tomó Einstein durante su estadía de cuarenta días en Japón y todas las demás que escribió en su viaje por Asia y de regreso a Europa conforman una bitácora única e íntima, cuya versión íntegra acaba de ser publicada por primera vez en inglés con el título Los diarios de viaje de Albert Einstein: El Lejano Oriente, Palestina y España, 1922-1923.  La obra fue recopilada por la Editorial de la Universidad de Princeton -ciudad estadounidense donde Einstein residió desde 1933 hasta su muerte en 1955- y muestra al cerebro tras la teoría de la relatividad como un turista más que se maravilla con una “puesta de sol única en el Monte Fuji” de Japón, la vista de Hong Kong desde el funicular Peak Tram (“Es el paisaje más lindo que he visto hasta ahora en el viaje”) y una visita a la bíblica ciudad de Jericó (“Un escenario monumental, con sus oscuros y elegantes hijos árabes vestidos con túnicas”).

El volumen tiene una introducción y anotaciones de Ze’ev Rosenkranz, experto en la vida y obra del físico alemán y editor del Einstein Papers Project (www.einstein.caltech.edu). La iniciativa cuenta con el respaldo de la Editorial de la Universidad de Princeton y la Universidad Hebrea de Jerusalén y su fin es preservar, traducir y publicar decenas de miles de documentos  del científico de raíces judías. Para Rosenkranz, la crónica del viaje al Lejano Oriente muestra una faceta más cotidiana de un personaje que suele ser visto como un genio al que sólo le importaba  descifrar fenómenos como la gravedad.

EL DIARIO ORIGINAL ESCRITO POR EL FÍSICO ALEMÁN (CRÉDITO: THE MORGAN LIBRARY & MUSEUM).

“En su estilo telegráfico, realiza comentarios peculiares, burlescos, perspicaces y a menudo divertidos sobre los individuos prominentes y ordinarios con los que se topaba, lo que muestra aspectos de Einstein que son poco familiares. Al mostrarlo como un turista y viajero descubrimos que era bastante pasivo en cuanto a los arreglos de sus travesías, ya que dejaba que organizadores locales planearan su itinerario, las conferencias que dictaba y sus reuniones. Eso contrastaba con las visitas que hacía en Europa, donde era mucho más autónomo. Lo que más disfrutaba era viajar por mar; le encantaba la relativa soledad a bordo y la oportunidad de trabajar sin distracciones”, cuenta Rosenkranz a Tendencias.

El especialista agrega que el científico “era un escritor muy colorido. Su estilo de narración en el diario es totalmente distinto al de sus documentos científicos, donde intenta ser lo más objetivo posible. Sus diarios son muy personales y subjetivos”. Rosenkranz indica que en la génesis de esta bitácora, una de las seis que el físico redactó sobre sus travesías, también es posible ver un lado más humano del investigador: “Nuestra teoría es que escribió el diario como una ayuda memoria para recordar el viaje y como un registro que pudieran leer sus hijastras al regresar a Berlín. Lo que vemos en sus comentarios es su voz auténtica y directa desde su corazón”.

En la tierra del sol naciente

En 1922, ya habían pasado diecisiete años desde que Einstein presentara su famosa teoría de la relatividad especial y el investigador había dictado conferencias en lugares como Oslo, Inglaterra y Estados Unidos. Pero su diario revela que el lejano Japón le parecía una aventura imperdible: “En los últimos años he viajado mucho, bastante más de lo que le corresponde a un investigador (…) Pero cuando llegó la invitación de Yamamoto, decidí inmediatamente embarcarme en tan extraordinario viaje, aún cuando soy incapaz de ofrecer una excusa más allá de que jamás podría perdonarme por dejar pasar la oportunidad de ver Japón con mis propios ojos”.

El gestor del viaje que menciona el físico era Sanehiko Yamamoto, presidente de la editorial Kaizo-Sha y que en 1921 había llevado a Japón al filósofo inglés Bertrand Russell. Al preguntarle que nombrara a los ciudadanos vivos más importantes del mundo, el académico dijo: “Primero Einstein y luego Lenin. No hay nadie más”. En su diario, el investigador alemán escribe: “Nunca en mi vida he sido objeto de más envidia en Berlín que cuando fui invitado a Japón. En nuestro país esa tierra está envuelta por un velo de misterio mayor al de cualquier otra”. Rosenkranz explica que en esa época el físico ya había leído bastante sobre Japón y “estaba fascinado por ese país antes de poner un pie en él. También tuvo contacto con físicos japoneses desde 1909 y conoció alumnos nipones que estudiaron en Berlín”.

Más allá de su interés por Japón, para Einstein el viaje era una oportunidad de alejarse de una Alemania donde el antisemitismo ya se hacía sentir: en junio de 1922 el canciller judío Walther Rathenau fue asesinado por sicarios de extrema derecha que fueron ensalzados por un joven Adolf Hitler. “Supuestamente estoy en un grupo de personas que son blancos de asesinos nacionalistas”, escribió en una carta al físico Max Planck.

Pero al llegar a tierras niponas, el científico se dio cuenta de que aún le quedaba mucho por aprender y que no entendía del todo la cultura local. “Los cantos japoneses son incomprensibles para mí. Ayer volví a escuchar a otra persona que cantó hasta que me sentí mareado”, escribió. En otra página relata lo complicado que era sentarse en el suelo para cenar y lo chocante que podía ser la gastronomía, como cuando describe a las langostas asadas que le sirvieron en una posada como “pobres criaturas”. Sin embargo, otros pasajes muestran su asombro frente a la arquitectura del Palacio Imperial de Kioto –“Fue el edificio más hermoso que jamás he visto”- y la sensualidad de un grupo de geishas que actuó en una cena y cuyos rostros califica como “muy expresivos, sensuales e inolvidables”.

Einstein ocupó los trenes para viajar a conferencias y recorrer lugares como Tokio, Osaka y Fukuoka, donde está Shofukuji, el primer templo zen construido en Japón. Participó en varias ceremonias del té, estuvo en una función del tradicional teatro kabuki y asistió al festival de los crisantemos –uno de los cinco más sagrados de Japón- junto a la familia imperial. Al completar ese periplo, Einstein plasmó su visión de la cultura local: “Los paisajes con esas pequeñas islas verdes, las colinas, los árboles, las pequeñas parcelas de tierra cuidadosamente divididas y los campos minuciosamente preparados son encantadores (…), al igual que la gente, su lenguaje, sus movimientos, sus ropas (…) Cada pequeña cosa tiene un significado y un rol. Estoy fascinado con sus elegante sonrisas y cómo se inclinan y se sientan, algo que parece imposible de imitar”.

Pero no todo fue felicidad para una figura que acababa de recibir el Nobel de Física y que muchos identificaban al instante debido a su característica melena y pipa. En una nota escrita el 24 de diciembre de 1922, poco antes de dejar tierras niponas, el físico escribió: “Me acaban de tomar la foto número 10 mil…la cena no termina nunca…la dueña de la posada está muy emocionada, de rodillas, agacha cien veces su cabeza hacia el piso”. Según RosenKranz, esas palabras revelan las dificultades que tenía el introvertido físico para lidiar con su fama: “A veces se resignaba porque se daba cuenta de que no podía hacer mucho contra eso. Pero en otras ocasiones era emocionalmente desgastante para él y añoraba tener momentos de soledad”.

El lado más oscuro

En el prefacio del libro, Rosenkranz confiesa que le sorprendió encontrarse con algunos pasajes no tan cándidos y que revelan un claro tono xenofóbico.  Un ejemplo es la observación que hace de los chinos en Hong Kong: “Gente industriosa, sucia y letárgica (…) Balcones que parecen colmenas, todo está construido de manera apretada y monótona… incluso los niños parecen sin ánimo y letárgicos. Sería una lástima que estos chinos suplantaran a todas las otras razas”.

Esos dichos, afirma el experto, muestran que el físico no estaba ajeno a la visión que imperaba en su época y que proponía una superioridad intelectual de los europeos: “Su creencia en la inferioridad intelectual de varios países es particularmente chocante y se puede explicar parcialmente por el contexto en que fueron escritos. Sin embargo, contrastan fuertemente con el perfil humanitario que hemos tenido hasta ahora de Einstein”.

Tras dejar Japón, el 1 de febrero de 1923 el investigador llegó a Egipto y al día siguiente partió a Jerusalén. Quizás debido a su personalidad secular, el “muro de los lamentos” no lo impresionó demasiado y lo calificó como un “lamentable panorama de personas con pasado pero sin presente”.  Una impresión radicalmente opuesta a la que tuvo en Tel Aviv, una “ciudad hebrea moderna” con “una activa vida intelectual y económica”.  La última parada antes de volver a Alemania en marzo de 1923 fue España. Allí visitó el Museo del Prado y también se paró frente a la pintura de El Greco titulada “El entierro del conde Orgaz”, albergada en la parroquia de Santo Tomé, en Toledo, y que definió como una de las “imágenes más profundas” que jamás había visto.

Rosenkranz afirma que hay planes para editar las demás bitácoras que Einstein escribió durante el viaje que en 1925 realizó a Argentina, Brasil y Uruguay y las visitas que efectuó a Estados Unidos en la década de 1930. Por ahora, dice, lo que es claro es que el viaje al Lejano Oriente y en particular la visita a Japón dejaron una marca permanente tanto en Einstein como en sus anfitriones. Cuando el físico partió de regreso a Europa, Sanehiko Yamamoto permaneció en el muelle hasta que el barco era sólo un punto en el horizonte y luego solía describir a Einstein como el “hombre más grandioso” que había conocido. El afecto por Japón también marcó al investigador alemán, que tras la II Guerra afirmó: “Si hubiera previsto lo que ocurrió en Hiroshima y Nagasaki, en 1905 habría hecho pedazos mi fórmula (E=mc2)”.

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